Géneros, identidades y familias diversas. Desafíos al derecho a la igualdad
Comparto con ustedes la nota publicada en la revista Fénix Nª 32, dedicada a temas de género. En esta edición escriben también Dora Barrancos, Mónica Pinto, Flavio Rapisardi, Alejandro Kaufman, Aída Kemelmajer de Carlucci, María Laura Garrigós de Rébori, Nelly Minyersky, Lily Rosa Flah, Sandra Fodor, Marcela Iellimo, Nilda Garré, Malena Derdoy, María Elena Naddeo, Marisa Gram, María Elena Barbagelata, Monique Thiteux Altschul, Martha I. Rosenberg, Elsa L. Schvartzman, Nina Brugo Marcó y María Florencia Natale
Géneros, identidades y familias diversas. Desafíos al derecho a la igualdad
Por Diana Maffía
Observatorio de Justicia y Género. Consejo de la Magistratura de la Ciudad de Buenos Aires
Las leyes de matrimonio igualitario y de identidad de género permitieron separar la familia de la heterosexualidad, y al cuerpo sexuado del género reconocido. Además, aceleraron muchos otros debates que están vinculados, y que permitirán seguir avanzando hacia una sociedad plural que no excluya de la ciudadanía a los sujetos diversos.
En la Argentina, el mapa legal y burocrático fue conmovido en los últimos años de manera vertiginosa. La Ley de Matrimonio Igualitario nos confrontó con los alcances del derecho a la igualdad, cuando la ciudadanía debatió si la orientación sexual o la identidad de género eran lo suficientemente relevantes como para constituirse en una condición excluyente para la legitimación de una pareja en matrimonio, o de una familia por la vía de la adopción.
Poco tiempo después, la Ley de Identidad de Género demandó ciudadanía para cuerpos diversos, donde el sexo biológico y el género asignado podían no coincidir y se hacían tanto demandas de reconocimiento de la identidad autopercibida como de intervenciones sobre los cuerpos para adaptarlos a esas identidades.
Paralelamente, el concepto de familia hace estallar el estereotipo de padre-madre-niños (debemos decirlo, ya poco presente en las estadísticas) para presentar ejemplos y modelos que nos hacen preguntarnos por las características esenciales de esta institución, que claramente no es natural sino social. El reconocimiento jurídico de diversos arreglos familiares requiere entonces sensibilidad y actualización en los censos y las investigaciones sociales como para recoger su variación en el tiempo y la geografía, datos que serán imprescindibles para resolver qué políticas públicas se diseñan y desde qué áreas para generar igualdad en la atención de los diferentes arreglos familiares.
En la década del ’70, el feminismo teórico conmovió los estudios demográficos con reclamos para hacer visibles cambios sustanciales en las formas de convivencia, pero fundamentalmente para revelar que las familias no son unidades homogéneas, ideales, ni sujetos de derecho por encima de sus integrantes. Sus intereses frente al Estado difícilmente están representados sólo por el padre. Encierran relaciones de poder que a veces se expresan violentamente, y dejan en la indefensión a los sujetos más débiles: mujeres, niños/as y ancianos/as. Pero las familias ya no son tampoco “la posesión del patriarca” junto a los esclavos y la hacienda (como antes de la fundación del Estado moderno) porque estos sujetos más débiles ahora tienen derechos reconocidos y deben poder hacerlos valer frente al Estado que está obligado a garantizarlos.
El esfuerzo teórico y sobre todo político del feminismo produjo como resultado un cambio fundamental en las disciplinas y una mayor visibilidad con respecto a las diferentes respuestas que debía procurar el Estado a las necesidades de familias no sólo nucleares sino también monoparentales, ampliadas y ensambladas. Mucho más recientemente, los estudios queer (de la diversidad sexual y de género) pusieron en el centro de estas reflexiones a las familias sexualmente diversas, y con ello los desafíos teóricos se multiplicaron.
Cuando en la década de los ’80 la epidemia de sida diezmó en sus inicios a la población homosexual, se hicieron visibles muchas situaciones de injusticia y desigualdad debidas a la falta de equidad ante la ley. La unión de parejas homosexuales no era jurídicamente reconocida, y si alguno de los miembros de la pareja estaba internado, el otro no podía tomar ninguna decisión médica sobre su tratamiento pues no se lo consideraba un familiar directo. Quien trabajaba no podía poner a su pareja bajo protección médica y social como en las parejas heterosexuales, incluso no casadas. No podían solicitar créditos hipotecarios como pareja, ni se consideraban bienes gananciales los adquiridos durante la convivencia, ni tenían derecho a pensión, por lo que la muerte de uno de los miembros dejaba al otro en la ruina. El punto más reluctante es que no podían adoptar en común ni adoptar como propio al hijo/a de su pareja, situación que sí estaba reglamentada para parejas heterosexuales.
La ley de matrimonio igualitario, votada el 15 de julio 2010, permitió tras un arduo pero breve debate equiparar en todos los planos los derechos de las parejas constituidas por un hombre y una mujer, a los de cualquier pareja independientemente del sexo de los cónyuges. Miles de parejas de personas del mismo sexo se casaron en estos años, y algunas se divorciaron también. La ampliación de la ley de matrimonio constituyó así familias que demandan otros cambios, como la modificación de la ley de adopción que sólo permitía adoptar a parejas heterosexuales y personas individuales, y los derechos de filiación vinculados al uso de nuevas tecnologías de procreación asistida.
Antes de la ampliación de la ley de matrimonio, si una pareja de gays o lesbianas quería adoptar, uno de los miembros de la pareja lo hacía a título individual. Pero su conviviente no podía entonces hacer ningún reclamo de patria potestad, ni tenía derechos de visita en caso de divorcio, ni vínculo legal alguno con ese hijo o hija adoptivos. Por otra parte, una pareja heterosexual no sólo podía adoptar en forma conjunta sino que uno de los cónyuges podía adoptar al hijo o hija de su pareja, cosa que no podía ocurrir si la nueva pareja era homosexual. Incluso en algunos casos, el hecho de que la nueva pareja fuera homosexual afectaba el derecho de tenencia de su madre o padre biológica/o.
Todos estos aspectos están cambiando aceleradamente, porque al haberse legitimado la adopción conjunta en parejas homosexuales a partir de la ley, personas que habían adoptado de manera individual antes del 2010 pidieron reconocimiento del acceso a este derecho de sus parejas fundando su demanda en la igualdad para sus hijos e hijas, y la Justicia se lo otorgó, garantizando estas filiaciones.
El acceso a las tecnologías reproductivas también fue un problema a resolver, ya que para su aplicación se exigía que alguno de los miembros de la pareja fuera infértil, y que se tratara de una pareja heterosexual. Aunque no estaba claramente regulado, no había disposición para aplicarlas a mujeres solas ni a parejas lesbianas, y mucho menos a prácticas más complejas como las donaciones de óvulos o el alquiler o subrogación de úteros en casos de parejas gay.
El matrimonio igualitario aceleró todos estos debates. En el debate iniciado para la modificación del Código Civil, el proyecto, en su capítulo de “filiación”, contempla no sólo la adopción legítima por parte de parejas independientemente del sexo de los cónyuges, sino que amplía el reconocimiento de los hijos concebidos mediante el uso de técnicas de reproducción asistida. El proyecto incluye una controvertida consideración sobre la prioridad de lo que llama “voluntad procreacional” por encima de la maternidad o paternidad biológica, de modo que quienes desean ser padres o madres y sólo pueden acceder a esa condición mediante su uso (situación obvia en las parejas no heterosexuales) tengan garantías con respecto al vínculo filial. Quienes donan gametos o subrogan un útero no tienen entonces un derecho biológico de maternidad o paternidad, si han acordado esa donación solidaria a favor de posibilitar la maternidad o paternidad en una pareja.
Si estos cambios tan recientes resultan sorprendentes y requieren muchas modificaciones en las regulaciones sociales, lo que sin duda ha llevado más lejos nuestra legislación es la reciente “ley de identidad de género”, la más progresista del mundo en el reconocimiento de la identidad autopercibida por la persona. Esta ley permite a las personas transgénero cambiar el nombre que figura en su documento de identidad por otro adecuado al género con que se identifican, sin tener que acreditar haberse sometido antes a una operación de cambio de sexo, ni obligarse a intervenciones médicas, quirúrgicas u hormonales de adecuación, aunque permitiendo el acceso a todas estas intervenciones si la persona lo requiere como parte de su acceso a la salud integral.
Efectivamente, si las anteriores reformas jurídicas permitieron el acceso a los derechos en personas marginadas por su orientación sexual, esta ley toca un punto central del sistema sexo/género que es la dicotomía sexual fundada en los cuerpos y los genitales. Una lesbiana o un gay ponen en cuestión la heterosexualidad forzada, pero no dejan de ser varones y mujeres para una cultura que alinea los cuerpos con los géneros y las identidades. Por eso, según afirma la Asociación Española de Transexuales, “en la lucha de las llamadas minorías sexuales se pueden distinguir dos colectivos: las minorías por orientación o preferencia sexual formadas por el colectivo de gays, lesbianas y bisexuales y el de las minorías por expresión o identidad de género, colectivo conformado por transexuales, travestis y transgénero”. Claro que estos colectivos no son categorías exhaustivas y excluyentes, y la clasificación merece considerar algunas complejidades, pero no vamos a entrar en ello aquí.
Estos temas que durante mucho tiempo sólo ocuparon al activismo y pertenecieron a los márgenes de la atención social, incluso para quienes eran explícitos defensores y defensoras de los derechos humanos, son actualmente motivo académico de tesis, becas, congresos, investigaciones y publicaciones en las universidades y en el CONICET, algunas de las cuales sirvieron de fundamento para la ley. Pero nada reemplaza el discurso en primera persona. Las experiencias de personas trans llegaron a los poderes legislativos para demandar sus derechos en sus propias palabras y en sus propios términos. Un ejemplo fue la sesión especial realizada en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, donde ocuparon las bancas y realizaron sus reclamos en ocasión del 17 de mayo, Día Mundial contra la Homofobia y la Transfobia.
El debate de la ley coincidió además con una fuerte campaña internacional por la despatologización de las identidades trans, travestis y transexuales. El eje de esta campaña es denunciar la discriminación sistemática derivada de la consideración de la opción de género disidente con la norma, como una perversión o como una enfermedad. También el modo en que la Justicia se vinculaba hasta ahora con las personas transgénero, exigiéndoles reconocerse enfermas para poder acceder a un cambio en el sexo registrado en el documento y para modificarlo por su género autopercibido. Este desajuste, lejos de considerarse un problema en la asignación de género a partir del sexo genital, se considera una perversión o en el mejor de los casos una patología psíquica: la “disforia de género”.
Esta patología fue hasta ahora la llave de entrada a la posibilidad de una modificación quirúrgica del sexo, e incluso a un reconocimiento del género. Se trataba de una condición inicial para que la Justicia considerara la posibilidad de que se hicieran modificaciones corporales de adecuación genital al género autopercibido. Por eso uno de los puntos relevantes de la ley es que no se requiera la participación de “peritos” o “expertos” que determinen la adecuación del cambio solicitado. En los casos resueltos por la Justicia antes de este debate, médicos y psiquiatras sometían a la persona que solicitaba el reconocimiento de su identidad autopercibida a numerosos estudios y reportes incluso biográficos a fin de determinar si era o no era lo que decía ser.
No se trata de una discusión técnica, se trata de una cuestión de poder y en todo caso también de una cuestión ética y filosófica. En primer lugar, admitir que la identidad sexual es un aspecto importante de la identidad personal, y que el derecho a la identidad es un derecho básico y personalísimo. En segundo lugar, reconocer a cada persona la autoridad epistémica sobre su cuerpo, su sexualidad y su género. Esa autoridad epistémica está directamente ligada a su capacidad de agencia. La condición de sujeto moral, de sujeto político, la condición de ciudadanía están vinculadas a la legitimación de la propia experiencia y la posibilidad de decirla en su propio lenguaje.
¿Es concebible acaso que el sujeto y los peritos disientan en cuanto a la identidad de género, y se le niegue al sujeto su propia percepción y su voluntad adulta sobre algo tan personal como su cuerpo y su sexualidad? Parece razonable decir que no, sin embargo este ha sido el caso en muchas negativas de la Justicia ante el requerimiento, por ejemplo, de modificaciones quirúrgicas de los genitales.
En este clima, la Ley de Identidad de Género es la ruptura ideológica más fuerte en términos de intervención política, y es el más fuerte ejercicio de ciudadanía de los colectivos de derechos por la identidad trans. Entre las reivindicaciones más importantes de la lucha trans se destaca el retiro de la categoría de “disforia de género” y “trastornos de la identidad de género” de los manuales internacionales de diagnóstico de salud mental DSM4, la abolición de los tratamientos de normalización binaria a personas intersexuales (es decir, la corrección quirúrgica de los genitales a los bebés que nacen con “sexo ambiguo”), la cobertura pública de la atención sanitaria específica y el libre acceso a los tratamientos hormonales y a las cirugías (sin tutela psiquiátrica ni judicial). La campaña argentina “stop trans patologización” incorpora además la exigencia de que se eliminen las normativas que criminalizan a las personas transgénero, como códigos de faltas y contravencionales que castigan a quienes visten ropa que no corresponde a su sexo.
La Ley de Identidad de Género representa un avance notabilísimo. Define como identidad de género la identidad autopercibida por el propio sujeto; no hay peritajes ni se recurre a la Justicia; la corporalidad es parte de esa identidad y el sujeto puede solicitar los cambios hormonales, farmacológicos y quirúrgicos que le permitan expresar su género. Sin declaración de patología, sin orden quirúrgica, sino como simple acceso a la salud integral.
Queda como desafío establecer protocolos de atención para el tratamiento de los bebés intersexuales en los sistemas de salud, de modo que no sean sometidos a cirugías mutilantes e irreversibles con el objeto de “corregir” sus genitales. Este tratamiento cruento, en el que suele violarse el requerimiento de consentimiento informado, es todavía usual en los hospitales pediátricos y entra en contradicción con la libertad para vivir el cuerpo y la sexualidad con amplias libertades, como lo establece el respeto por la identidad de género autopercibida.
Claro que la cuestión cultural sobre los cuerpos, sobre la sexualidad y sobre las identidades no se corrige con una ley, pero el consenso político legislativo es un paso notable en el progreso hacia una sociedad plural que admite la disidencia de las normas sexuales impuestas y no excluye de la ciudadanía a los sujetos diversos. La manera de vivir el género, el cuerpo y la sexualidad son personales y singulares. Así como la modificación de la ley de matrimonio permitió separar la familia de la heterosexualidad, la nueva ley de identidad de género permite separar el cuerpo sexuado del género reconocido.
Resumiendo, entre la segunda mitad del siglo XX y estos comienzos del siglo XXI nos tocó incorporar varios cambios en lo que respecta a las normativas y categorías tradicionales sobre la sexualidad. En los ’60, la píldora anticonceptiva permitió separar la sexualidad de la reproducción. En los ’80 las tecnologías de reproducción asistida posibilitaron la procreación sin sexualidad. La adopción homoparental separó la sexualidad de las funciones materna y paterna y el cuidado. El matrimonio igualitario separó la heterosexualidad de la familia y la paternidad y maternidad. La ley de identidad de género separa los cuerpos sexuados del género asignado. La reforma del Código Civil, en su versión en debate, permitirá separar la maternidad por gametos, por gestación y por voluntad procreacional.
En este contexto resulta incongruente y violatorio de derechos el tratamiento correctivo disciplinador de los cuerpos que reciben las personas intersexuales, tanto que documentos recientes de derechos humanos los califican como una forma de tortura. Pensemos estas situaciones en el marco de los derechos humanos y no seamos cómplices. Frente a la tortura no hay neutralidad posible.
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