Carmen Argibay
Me llamaron para decirme que falleció Carmen Argibay. Fue un golpe al corazón, sólo mucho después al pensamiento. Sabía que estaba internada. Estaba esperando que mejorara para ir a verla, porque estaba segura de que iba a salir de esta también, como de tantas otras. En el verano nos vimos en su casa y pudimos conversar largamente, como no podíamos hacerlo a menudo por el intenso trabajo habitual. Conversamos sobre su muy próxima jubilación y lo que haría después, y sobre los avances enormes que significó la creación de la Oficina Mujer de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que ella creó y dirigía, con la que se puso al hombro una vieja idea de la que Carmen hablaba muchos años antes de que soñara siquiera con ser Ministra de la Corte: había que capacitar en género a toda la justicia del país.
Tuve el enorme orgullo de colaborar con ella en esa tarea, nos entendíamos con la mirada y sosteníamos esa complicidad feminista que nos hace hermanas en todas las situaciones. Compartíamos ideales de democracia, de ética pública, de igualdad y de justicia. Era la mejor de nosotras, la maestra, la que siempre estaba adelante pensando el paso siguiente. Así creó y dirigió la Asociación de Mujeres Juezas de la Argentina (AMJA) y también le donó el lugar donde hoy funciona su sede. Así nos abría las puertas con sencillez cada vez que necesitábamos una consulta o su respaldo.
En su despacho tenía flores, objetos hermosos y delicados, una foto de su madre, y le gustaba destacar que “ningún crucifijo”. Cuando iba a verla para hablar de cosas siempre tan lejanas a la coyuntura virulenta que le tocó en suerte, contrastaba mi sentimiento de culpa por sacarla de la concentración laboral, y su tono generoso y reflexivo, su palabra oportuna, su calidez y su sentido del humor.
Me acompañó cuando fui legisladora en una conferencia sobre despenalización de la tenencia de drogas para consumo personal, estuvimos juntas en muchas jornadas sobre los derechos de las mujeres, el año pasado estuvo a mi lado dándome seguridad en la presentación del Observatorio de Género en la Justicia del Consejo de la Magistratura de la Ciudad de Buenos Aires, y en marzo en un panel sobre Género y Derecho con el que abrimos el Programa de Actualización en Género y Derecho de la Facultad de Derecho de la UBA. Siempre estaba cerca, siempre nos alentaba, jamás eludía los temas difíciles, siempre expresaba sus posiciones con franqueza y con sencillez para que las ideas fueran claras y llegaran lejos. Fue un modelo de independencia y de ejercicio amoroso del poder.
Tuve la oportunidad de expresarle mi enorme admiración cuando como diputada de la Ciudad hice un proyecto para designarla Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. Fue un privilegio para mí, más que para ella, redactar esa ley y darle esa distinción frente a tanta gente que la quería y reconocía la fortuna enorme de tener una mujer de sus quilates en la Corte. Ese día, en primera fila estaba Florentina Gómez Miranda, que fue la primera mujer designada como Ciudadana Ilustre por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires. Se abrazaron, y ese abrazo enternecedor quedó para siempre en una foto entrañable. Estábamos muy felices, con el Salón Dorado absolutamente repleto. Pude decirle tanto en público como en privado lo que mi razón, mi corazón y mis convicciones más profundas me dictaron, y eso me hace sentir ahora en paz.
Al organizar ese acto, cuando pensábamos quién quería ella que hablara (por cierto, eligió a la entonces diputada Marcela Rodríguez) le propuse para el final que elija el acompañamiento musical: una pequeña orquesta de cámara que tocaba música barroca, o una banda de chicas rockeras llamada «Las Taradas». Eligió a Las Taradas.
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Que privilegio , Diana..!!!