Escraches
“Escrache” es una palabra del lunfardo, que la agrupación H.I.J.O.S. tomó como propia para un modo de activismo directo contra los responsables de violaciones a los derechos humanos de la última dictadura. El objetivo fue a la vez de denuncia y de sanción social, en un momento político en que el gobierno de Carlos Menem indultó a quienes habían sido procesados por la justicia, dejando así impunes sus crímenes.
Bajo este modelo y en muchas otras circunstancias, el escrache tiene lugar cuando los mecanismos institucionales de defensa de la sociedad ante situaciones que la dañan no son efectivos o no existen. Y consiste en alertar a los vecinos de una presencia que nos pone en riesgo colectivo, y comunicar al propio escrachado que resulta indeseable para la comunidad.
El Diccionario del Habla de los Argentinos define el escrache como una «denuncia popular en contra de personas acusadas de violaciones a los derechos humanos o de corrupción, que se realiza mediante actos tales como sentadas, cánticos o pintadas, frente a su domicilio particular o en lugares públicos».(Diccionario del habla de los argentinos. Ed. Academia Argentina de Letras, Buenos Aires: Espasa Calpe, pag. 298)
El escrache como intervención social no es un acto espontáneo, por el contrario, su sentido es trabajado colectivamente y enunciado explícitamente. Y si es verdad que avanza sobre lo privado, lo hace denunciando la falta de respuesta de lo público. No se trata de meros insultos o abucheos, ni es una pura expresión de descontento, porque denuncia doblemente los motivos que causan su reacción y el hecho de que no hay canales institucionales para reclamar una intervención estatal que investigue y eventualmente sancione los hechos denunciados (sean estos del orden de las violaciones a los derechos humanos o del orden de la corrupción).
Dado que el Estado está obligado a ofrecer mecanismos efectivos de investigación y reclamo ciudadano, el escrache en su propia ruptura de la formalidad democrática denuncia las omisiones de las instituciones que deben encauzar el derecho de las personas a peticionar a las autoridades, su falta de acceso a la justicia, su ineficiencia y muchas veces su propia complicidad con el encubrimiento y la impunidad de las faltas.
Puesto que el gobierno dispone de todas las herramientas para llevar adelante sus objetivos, no es concebible un escrache de los funcionarios hacia los ciudadanos. La relación no es recíproca, y la ruptura de las reglas por parte del Estado deriva en una situación de anomia y abuso de poder. Vivimos desde hace tiempo muchos ejemplos de esta desmesura que van generando fisuras en el pacto no sólo entre gobernantes y gobernados, sino dentro del mismo tejido social.
Hay entre nosotros una paulatina pérdida de valoración de lo institucional como algo que nos protege, con reglas que hacen previsibles las formas de funcionamiento de lo colectivo, para transformarse en un paraguas arbitrario que separa a quienes gozan de beneficios y a quienes quedan a la intemperie e incluso pueden ser perseguidos por esas mismas instituciones. Para colmo de males, estar bajo el paraguas o fuera de su alcance no es algo que las personas elijan, sino que son puestas allí por una policía ideológica que mide sus dichos, sus acciones y también sus silencios condescendientes. Y esta división ocurre no sólo en los ámbitos estrictamente políticos sino en los laborales, familiares, académicos, empresariales y culturales.
La reacción frustrada a esta falta de recursos para defenderse del abuso de poder está dando lugar a diversas formas de protesta. Algunas pacíficas, otras agresivas; algunas organizadas, otras espontáneas. Para decirlo sin eufemismos, los recientes insultos a Kicillof me parecen mal, muy mal, pero no son un escrache: ningún sentido colectivo surge de allí salvo la furia. El abuso de poder de los funcionarios me parece peligroso y antidemocrático, pero tampoco configura un escrache. El escrache es un modo de intervención colectivo, creativo y con un sentido político, frente a la falta de respuesta del Estado. Debería despertar en los gobernantes la preocupación por dar respuestas dentro del cauce institucional. Estamos en la penosa e inestable situación en que el autoritarismo, la demolición de los organismos de control, la falta de diálogo genuino por parte del gobierno (parapetado en la circunstancial mayoría electoral) y la celebración de los sistemas de exclusión ideológica por parte de sus acólitos, catalizan escenas de violencia y expresiones de odio que han roto el único vínculo que hace de un conjunto de personas un país: el amor social.